Resultaba difícil siquiera intuir cuándo ibas a estallar para mandarlo todo al carajo, Alberto Garrido. Era 1991, tenías veintiún años, no habías cumplido aún con la prestación social, cursabas tu último año en la universidad y tu cuerpo seguía presentando la inconsistencia desgarbada de un adolescente flaco, con aquella barriga rebelde, un poquito feardo, alguien que siempre calculaba mal la talla de su ropa o las posibilidades de su pelo para lograr algo que se aproximase a un corte de tendencia. Pero mira ahora, treinta años después, avanzas a ciegas por una gran ciudad que ha perdido todas sus luces, no existe un lugar al que puedas decir tuyo, caminas encorvado y sin la energía suficiente como para sentir unos mínimos aceptables de nostalgia.