Algunas de las viviendas de Pytomnic, una pequeña aldea de Járkov situada a 10 kilómetros de la frontera con Rusia, gritaban clemencia: “Esta casa está habitada. Hay una familia y niños”, reza una inscripción en ruso en una puerta metálica, desbaratada y perforada por los disparos, de la que apenas queda una parte en pie. Quien lo escribió ya no está. La familia y los niños, tampoco. Nadie parece haber atendido a sus ruegos.
Solo se escucha el sonido de las pisadas sobre la nieve que cubre los caminos de uno de los pueblos que fueron ocupados por las tropas rusas los primeros días de la invasión.