En ocasiones parecen la casa de Willy Wonka en miniatura y en otras se limitan a un recatado puesto a la entrada de la sala, pero hoy en día es prácticamente imposible encontrar un solo cine que no ofrezca viandas con las que aderezar el visionado de sus películas.
La idea se la debemos a Julia Braden, una ciudadana de Missouri que convenció en 1931 al dueño de los teatros Linwood de que le permitiera montar un carrito de palomitas en el interior de sus locales.
La precariedad que siguió al crack del 29 y la introducción del sonido en el cine cambió la forma en la que disfrutar del séptimo arte en Estados Unidos.