Hay una pregunta que lanza Mercè Ibarz en su libro que sintetiza la imagen fija de Mercè Rodoreda hacia finales de los 70, cuando regresa definitivamente de sus exilios y se construye una casa en Romanyà de la Selva para escribir, cultivar dalias y glicinas; y para el previsible morir: “¿Quién era esa dama de cabellos blancos, de humor cambiante, de plácida apariencia, de sonrisa tímida que en privado se ensancha hasta ser estridente, aquella señora de piel fina, de ojos violeta levemente desparejos, que a los setenta años se ha hecho una casa en medio del bosque y ha roto del todo con su familia desde hace más de una década?”.