Y las disfrutaba con la misma pasión con la que años más tarde disfrutaría leyendo a Hemingway, desmontando sus frases para así poder estudiar el mecanismo que las mueve. 

Fue Julio César Iglesias quien bautizó a aquel púgil de bigotes que nunca se arrugaba ante su rival, fuese quien fuese. Lo llamó Dum Dum como homenaje a esas balas de punta hueca diseñadas para expandirse con el impacto. Nombre certero para el boxeador con los puños más letales de la historia de los pesos wélter en España. Porque la historia de Dum Dum Pacheco es la historia de nuestro país en los últimos cincuenta años, desde que Dum Dum, siendo un crío, entró en una de las primeras bandas callejeras de los años sesenta: Los Ojos Negros, denominados así porque su líder era un tipo de mirada oscura que transmitía violencia a cada paso. Los Ojos Negros llegaban a los bailongos amenazantes y sugerían a los dueños la música que tenían que poner, así como a los artistas que tenían que contratar. De esta manera, Camilo Sesto se abrió paso en el mundo del choubisnes patrio escoltado por una Guardia Pretoriana de la que Dum Dum Pacheco formaba parte activa. 

Lo cuenta Servando Rocha en un libro duro y violento a la par que ha titulado Todo el odio que tenía dentro,  un trabajo donde la historia oculta y suburbial de nuestro país se cruza con la música, desde las matinales del Circo Price hasta el Rock-Ola, el templo de la Movida Madrileña, sala que llevaba un argelino responsable de contratar mercenarios para la guerra sucia contra ETA. 

Y todo esto con el hilo conductor de Dum Dum Pacheco, personaje de origen humilde, sin ideología, es decir, de derechas; un tipo entregado a las luces de la fama de aquellos años en los que aparecía en las revistas besándose con Paula Pattier o con cualquier otra; años en los que yo ensayaba golpes a base de verbos, evitando el adjetivo y sustantivando en su justa medida para que la frase corriera, rauda y veloz, cargada con la fuerza de los puños de Dum Dum Pacheco, de Evangelista, de Monzón o de alguno de aquellos boxeadores que saltaban a un cuadrilátero donde olía a mentol y a humo de tabaco negro, y donde mi viejo concentraba la mirada con la nostalgia del que quiere volver. Porque mi viejo también peleó para paliar el golpe del hambre de una posguerra que duró demasiado. 

Son cosas que me vienen tras la lectura del libro de Servando Rocha, un libro que me ha tocado la fibra, que me ha devuelto a aquellos años de quinquis y yeyés, años de televisión con carta de ajuste e himno nacional como despedida y cierre. Tiempos que forman parte de mi memoria sentimental donde aún resuena la campana del primer asalto que, según contaba mi viejo, es donde se decide la pelea.