Pero Daria lo vive desde un lugar en el que, dice, teme volverse “invisible”: el exilio.

Apenas dos semanas antes de que los tanques rusos entraran en Ucrania, Daria Serenko le firmaba a un amigo un ejemplar de su libro en una cafetería del centro de Moscú. Justo después de escribir en la primera hoja “Rusia será libre, y brindaremos por ello”, unos agentes vestidos de civil la detuvieron. Serenko fue sentenciada a quince días de cárcel por difundir un ‘post’ de Instagram con el logo de la campaña Voto inteligente del opositor Alekséi Navalny, considerado extremista por el Gobierno ruso. Al acabar su condena, Serenko no necesitó ni un día para darse cuenta de que el trauma culminaba en algo mucho mayor: acababa de convertirse en migrante. Su huida a Georgia fue la escapatoria de la represión y de años de acoso, ciberacoso, amenazas y persecuciones que llevaba sufriendo por parte de grupos de la extrema derecha rusa. Su forma de supervivencia es también un modo de resistir. En su libro escribe: “Dicen que es la persona quien honra el lugar. Nosotras somos esas personas en los lugares”.

Hace tiempo que Serenko empezó a trabajar en las instituciones rusas. Primero en una biblioteca y luego en una galería de arte, las instituciones eran espacios donde ‘las chicas’ trabajaban y se enfrentaban con perplejidad a la violencia institucional, sistemática y política que implica ser mujer en la Rusia de Putin. Chicas e instituciones es, de hecho, un diario, un cuento autoficcionado, un relato fresco, punzante e irónico sobre las vivencias diarias de un grupo de trabajadoras de Moscú que, si bien son las compañeras de Daria Serenko, podrían ser también otras, porque todas ellas se reencuentran y se constituyen en una admirable forma de colectividad femenina.

A la joven autora rusa le llegó la idea de escribir un libro sobre el trabajo "durante el trabajo", explica en una entrevista con elDiario.es. “Era el año 2016 y recuerdo tener un día horrible, casi tragicómico, y recuerdo el momento de estar con mis amigos tomando una cerveza y entonces decir: ‘Es absolutamente necesario que cuente esto’”. Tal y como lo pensó, dice Serenko, lo olvidó. Pero después vivió tres despidos por su activismo, todos en 2019, el mismo año en el que se alzaron las protestas en Moscú por una Rusia democrática. “De repente lo sentí como una injusticia muy grande”, dice la escritora, “y en ese momento escribí a una periodista de un medio independiente proponiéndole un texto sobre las cosas a las que se enfrentan las mujeres que trabajan en las instituciones culturales rusas. El texto nacía de mis propias experiencias y de las de unas 15 mujeres anónimas con las que hablé”. El resultado, una suerte de autoficción donde la agresividad de la vida juega su mejor labor: las cosas son tan reales que parecen imposibles.

La narradora se mueve por las oficinas, las salas o los espacios culturales de un Gobierno insistente por conseguir que en las paredes de los despachos de las trabajadoras cuelgue la eminente imagen de Putin; insistente por desplegar banderas, controlar que las chicas no salgan con escote en sus fotos de Facebook ni que, por si acaso, sean demasiado autosuficientes. Todo es una “especie de fantasía basada en hechos reales” dice Serenko, donde la realidad es la partida y la imaginación, un recurso literario exactamente igual de veraz: “Si en el libro hay cosas que no pasaron, fue por pura casualidad”. 

“El espacio político y cultural ruso está construido en base a toda una serie de conspiraciones políticas, por decirlo de alguna manera, que afectan a las chicas cuando están trabajando y que por eso intentan describir la realidad en la que viven, para poder entenderla. Tenemos una ligera idea de este mundo, pero no acabamos de entender en qué se basa. No acabamos de entender por qué la política es así. Por eso construimos nuestras propias teorías”, explica Daria en la conversación. La novela es, de hecho, una forma de entender: entender el paternalismo, los despidos, las acusaciones y las represalias; entender la agresividad política, los encarcelamientos, la censura, la tristeza, el desamparo, el miedo, la soledad. Entre sus magníficas revelaciones —de una burla sutil explosiva—, se lee: “Si supierais cuánto amo a nuestro país y nuestro trabajo… Sí, a veces tengo miedo, a veces me parece que se me va la puta olla, a veces me meto bajo la mesa y me tapo los oídos con las manos, pero hoy solo veo destellos. Hoy voy a echar la pota en el baño de la oficina y veré destellos”.

A la pregunta de cómo es ser mujer en Rusia hoy, Daria Serenko suspira. Advierte que su realidad no es la de todas; los condicionantes de clase, género y raza están allí, y la posicionan en un lugar "privilegiado" ante otras identidades. Pero aun así, asegura que todo el tiempo necesita defender su postura, "una postura política, de resistencia, de oposición, de lucha"; siente que está luchando por que se le tenga en cuenta. "He vivido varias situaciones de violencia de género, y siento en mi piel cómo esa violencia de género está íntimamente ligada a la violencia política. Me doy cuenta, tanto por mis experiencias como por las de otras compañeras, que a algunas mujeres esa violencia puede destrozarlas por completo, y a otras, convertirlas en activistas".

El caso de Serenko es el segundo, aunque no por eso escapa del sufrimiento. "Las chicas siempre nos hemos sentido en peligro", dice. "Nunca me he sentido protegida". En los últimos ocho años, la escritora ha sentido miedo "como feminista, como activista y como sujeto político", en un tiempo en el que, asegura, el propio Gobierno de Putin financia grupos de Telegram en los que sus miembros nombran, focalizan y amenazan a las personas que expresan públicamente su desacuerdo con el presidente. Daria Serenko es una de ellas. "La sensación de ansiedad constante por mi seguridad y la de mis seres queridos es un trauma que me va a acompañar durante mucho tiempo. Es algo de lo que nunca he podido desprenderme".

Una vez, confiesa Serenko, sus acosadores consiguieron difundir que la escritora había muerto para asustar a sus familiares. En otra ocasión, esta vez durante su encarcelamiento, estos miembros de la ultraderecha rusa le mandaron a prisión 30 litros de agua para cumplir el cupo de envíos y que nadie más pudiera enviarle una carta, un mensaje o un regalo. Ha recibido acoso físico más de una vez, se ha filtrado su dirección, ha sufrido amenazas en su propia casa y ha sido despedida por el temor de sus jefes a tener una empleada contraria al régimen de Putin. Por eso lo de Chicas e instituciones es el relato de una crueldad que se manifiesta en los sucesos más explícitos pero que, en realidad, se abre paso desde los lugares aparentemente más inofensivos: aquellos que habitaron 'las chicas' en las instituciones.