Sin duda su película era una de las más esperadas del Festival de Cannes. Ramsay es una autora consagrada, una mirada personal y atrevida, habitual del certamen, y que encima ahora traía a la alfombra roja a dos estrellas como Jennifer Lawrence y Robert Pattinson. Al servicio absoluto de la primera esta está adaptación de la novela del mismo nombre de la escritora argentina Ariana Harwicz. Esta mirada a la maternidad y a la depresión postparto parece hecha y diseñada como el clásico vehículo de exhibición de la intérprete, que regresa tras unos años de parón —precisamente por la maternidad— arriesgando con una cineasta independiente y lejos del Hollywood más acomodado.
El problema es que Ramsay no ha medido sus fuerzas. Está claro que en su propuesta hay una voluntad de ser molesta, de que el espectador mire a la maternidad como normalmente no se muestra, enseñar las partes oscuras y violentas de la depresión posparto. Pero lo hace cayendo en la provocación fácil, en la crueldad absoluta. No es solo que el espectador tenga difícil empatizar con ningún personaje, es que Ramsay —basándose en el texto de la escritora—muestra a su personaje en una deriva que por dura, llega hasta ser machacona.

No hay un rayo de luz en la película, pero no es la oscuridad el problema, sino que parece que disfrute haciendo sufrir a su personaje. ¿Cuántas veces tenemos que ver a Jennifer Lawrence infligiéndose dolor para que sepamos lo que sufre?, ¿por qué se repite una y otra vez unas escenas que quieren remarcar el daño físico que también sufren los cuerpos de las mujeres? Hay en esa repetición un efecto que al final es contraproducente, porque al malestar inicial se une una anestesia ante lo que ocurre en la pantalla.
Quien disfruta de ese exceso es Jennifer Lawrence, que cae en el mismo error. La actriz realiza una actuación física y extrema, pero cae constantemente en mohines. Lawrence parece empeñada en dotar a su personaje de cierta comicidad incómoda, lo que hace que se la vea poniendo gestos, haciendo cuchufletas y otras decisiones que tensan más una cuerda que ya estaba más que a punto de romperse por la propuesta narrativa de Ramsay. A su lado Robert Pattinson está mejor cuanto más comedido y peor cuando entra en la tónica de desbarre del filme, a lo que se une un personaje bastante desdibujado. Por momentos Die, my love está tan arriba tonalmente que acaba siendo gritona y estridente. La sobriedad de Sissy Spacek y de la breve aparición de Nick Nolte terminan siendo lo mejor del filme.
Tampoco se entiende por qué en una película tan dura, visceral y excesiva, Ramsay apuesta por un esteticismo que choca con lo que ocurre en la pantalla. Los amaneceres, los planos de cielos con nubes a lo Terrence Malick, las escenas de ellos arrastrándose por el trigo como animales… todo con una fotografía que embellece unas imágenes que deberían ser sucias y crudas como lo que uno ve en pantalla.
Es imposible, tras ver Die, my love, no pensar en una película como Salve María, que aborda la misma problemática, y lo hace también incluso recurriendo al género, y hasta a toques de body horror, sin caer nunca en el exceso grandilocuente del filme de Ramsay. No hacía falta en la película de Mar Coll subrayar todo, ni recurrir a interpretaciones efectistas ni a gestos subrayados. Había en Salve María una inteligencia que confiaba en el espectador, que conecta más con el gesto casi congelado de la excelente Laura Weissmahr que con el enésimo recurso de Jennifer Lawrence.