Esa afirmación, enmarcada en su caso en el oficio de interpretar, incluía e incluye uno de los problemas más antiguos de la creación artística en cualquier aspecto: su relación con el poder, porque es obvio que el poder no es precisamente un mecenas de la verdad. Stella Adler ya había tenido ocasión de descubrirlo en el Group Theater con los múltiples intensos de censura que sufrieron las producciones de Clifford Odets (Waiting for Lefty, Till the Day I Die, Awake and Sing, Paradise Lost y Golden Boy) y lo redescubrió años después, en una de sus más crudas formas, al recibir una citación del Comité de Actividades Antiestadounidenses por haberse manifestado a favor de los 10 de Hollywood: Bessie, Biberman, Cole, Dmytryk, Lardner, Lawson, Maltz, Ornitz, Scott y Trumbo. Los “pasillos de mármol” de la Cámara de Representantes eran “tan grandes que me empequeñecí” —confesó en una de sus clases—, aunque no hasta el extremo de olvidar sus propias lecciones: “Tu trabajo no es actuar. Tu trabajo es interpretar. No puedes subir al escenario tal como eres”.
En aquella ocasión, el arte ganó por goleada a la política. Adler no podía mentir ni guardar silencio y, dado que no estaba dispuesta a testificar contra ninguno de sus colegas, dejó su personalidad y vivencias a un lado y se limitó a ser el personaje que había elegido, en aplicación de sus constantes y afiladas diatribas contra los actores que se empeñan en ser ellos mismos y “nos matan a todos de aburrimiento”, como también solía decir. Cuando terminó de responder a las preguntas, los interrogadores de Joseph McCarthy habían llegado a la interesante conclusión de que tenía muy pocas luces y ninguna conciencia de nada, glamur y ruidos aparte (llegó a declarar que no había estado en una manifestación, sino en una cosa “con mucho estruendo y muchos gritos”). Por fortuna para ella, desconocían lo que sigue recomendando su genio a cualquiera que quiera oír: “Métete en la situación social de la función. Si no la conoces, no puedes trabajar en el escenario. No seas idiota. Tienes que desarrollar la técnica necesaria para poder manejar la obra”.
En general, el problema del poder se manifiesta de forma más sutil, a través del segundo problema de la creación: el dinero, por supuesto. No hay ni puede haber país alguno con una creación artística mínimamente potente sin una inversión pública bien dirigida —palabras mayores— y, sobre todo, sin margen de beneficio real ni espacios independientes donde poder expresarse, con independencia de lo que hagan el Estado y los empresarios del sector en cuestión. En Teatro para entretener o teatro para enseñar, Bertolt Brecht afirmaba que sólo había tres capitales mundiales del teatro, “por lo menos, en lo tocante al arte moderno”: la URSS, Estados Unidos y Alemania. Adler se burlaba bastante de lo que hizo luego Inglaterra (opinaba que sus actores no se podían liberar de la “fachada” de la “afectación” de cierto acento y que, en consecuencia, lo contemporáneo no iba con ellos), pero el ejemplo de Gran Bretaña ha salido hace poco a colación por el sexagésimo aniversario de un momento crucial para las tablas británicas: el “libro blanco” de la periodista y política Jennie Lee (A Policy for the Arts, 1965), ministra para las Artes en el primer Gobierno de Harold Wilson.
El impulso económico y político que supuso aquella iniciativa no habría sido evidentemente posible sin el trabajo anterior de creadores como Peter Hall y Laurence Olivier, que abrieron los caminos necesarios; caminos que en España se empezaron abrir antes (léase Max Aub y la vanguardia teatral, de Manuel Aznar Soler) y se enterraron por completo con la caída de la República. Sin embargo, y aun siendo indiscutible que no se puede tener un verdadero teatro nacional en ausencia de un verdadero apoyo por parte de las instituciones, la pérdida de importancia social y valor creativo del teatro inglés en los últimos tiempos demuestra lo que afirmaba Stella Adler en Actor vs. Interpreter y lo que han afirmado cientos de autores y autoras a lo largo de la Historia: que sin verdad, sin representar el conflicto de lo social, el arte pierde su función y se transforma en otra cosa, tan fácilmente visible desde parámetros de clase que, desde la época dorada del teatro británico (las décadas de 1960 y 1970) la cantidad de escritores, músicos y actores de clase trabajadora se ha reducido a la mitad (British Sociological Association, 2022).
El dramaturgo y guionista Albert Maltz, uno de los 10 de Hollywood, escribió en The Citizen Writer (1950) que la vida “no es un espectáculo de marionetas” sobre el que se pueda escribir “desde el otro lado de una ventana”. Su inclusión en la lista negra de los estudios cinematográficos hundió su carrera de tal forma que no pudo volver a trabajar con su propio nombre hasta 1970, cuando lo contrataron para hacer el guion de la película que casi da nombre a este artículo, en honor al inagotable sarcasmo de la actriz neoyorquina: Dos mulas y una mujer, de Don Siegel. Ellos se toparon con el poder, el primer problema —como decía— de la creación artística; otros se topan con el obstáculo del dinero, y el resultado es siempre una involución cultural y política de la sociedad en la que viven. Nada nuevo, ciertamente. Razón de más para que se recuerde otra afirmación de Stella Adler: “si no conoces el pasado de tu obra, no conoces tu obra”; y quien dice obra, dice mundo.