Vayamos al año 1985. El Ministerio de Educación y Ciencia manejaba datos preocupantes. Con cálculos basados en el currículo escolar completado por los españoles, y siguiendo definiciones de la Unesco, podemos imaginar que al Gobierno le inquietaba que un 25,3% de la población pudiera ser analfabeta funcional, es decir, incapaz de valerse de “la lectura, la escritura y la aritmética al servicio de su propio desarrollo y el de la comunidad”. En las encuestas que analizaba aquel primer gabinete socialista, algunos números hablaban de una complicada relación de la ciudadanía con leer. Como que el español gastaba más dinero al año en tabaco que en libros, periódicos y revistas. O que el porcentaje de personas a las que les gustaría tener más tiempo para la lectura era la mitad de los que fantaseaban con más horas al día para sentarse frente al televisor.
Hubo quien, en ese último trimestre del 85, dio un paso adelante. No desde despachos gubernamentales, sino desde el tejido asociativo y las bibliotecas públicas madrileñas, llamadas entonces populares. “Un colectivo de animación sociocultural de mujeres planteó una necesidad basada en que las amas de casa no llegaban a las bibliotecas. Así nacieron los talleres de animación a la lectura”, afirma Marina Navarro, impulsora de aquella iniciativa desde su trabajo en la biblioteca de Moratalaz. Ese barrio y los de Canillejas, Hortaleza y Pan Bendito fueron los cuatro primeros que gozaron de unos talleres que después se extenderían a Aluche, Orcasitas o Usera y zonas más céntricas como Chamberí o Retiro. El lema del proyecto evidencia la conciencia social con la que nació: “Leer no cuesta dinero”.
“Se celebraban una vez a la semana y eran cinco sesiones. Primero para mujeres, pero más tarde para hombres, aunque apenas se apuntaban. Se proponían libros variados que tuvieran que ver con sus intereses. Si alguien no se había podido leer el libro entero, podía hablar de la parte que sí. Para que todas las personas tuvieran el material se creó un banco de libros: se compraban 30 ejemplares de cada título que rotaban entre las distintas bibliotecas. Empezamos con El hombrecito vestido de gris, de Fernando Alonso, que era de niños pero tenía que ver con los tiempos de ese color”, recuerda Navarro.
Las asistentes leyeron y comentaron obras de Antonio Buero Vallejo, Miguel Delibes, Emily Dickinson, Ana Diosdado, León Felipe, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Mercè Rodoreda o Virginia Woolf. Josefina Rodríguez Aldecoa, José Luis Sampedro y Gloria Fuertes llegaron a visitar y participar en los talleres. “Gloria Fuertes fue de las escritoras que más me impresionó en persona. Era directa y sus poesías conmovían y hablaban, por ejemplo, de sexualidad, que no era uno de los temas que más se verbalizasen en la época”, mantiene Navarro.
La profesional pasaría a encargarse de la coordinación de actividades culturales de toda la red de bibliotecas en un periodo en el que estas dejaron de regirse por depósitos cerrados para convertirse en lugares de libre acceso a los volúmenes. “Se trataba de hacer bibliotecas realmente populares, lugares a los que la gente pudiera acudir para cualquier cosa que se les ocurriera. Las bibliotecas son prácticamente infinitas. Pueden dar respuesta a casi cualquier pregunta que nos hagamos”, sostiene Navarro.
Ella y sus compañeras forjaron futuros lectores. Una generación de niños ya se había familiarizado con esos sitios, gracias también al repunte de la literatura infantil y juvenil, tanto en castellano como traducida, o a iniciativas con espíritu similar al de los talleres para adultos. Por ejemplo, El Periódico Loco, publicación sobre las biblios confeccionada por sus pequeños socios. O Los Amigos de Lunares, dinámica basada en que un duende imaginario se personificaba en un niño o niña que proponía libros y actividades a los demás. Muchas mujeres se enteraron de la existencia de los talleres de animación a la lectura gracias a sus criaturas.
En sus primeros cinco años de vida, por esos talleres pasaron más de mil personas. Algunas recalaron en los de escritura para quien sintiera el gusanillo creativo. Navarro cataloga la experiencia como emocionante y pone en valor a aquellas mujeres que descubrieron que “tenían derecho a leer. Una de las mejores cosas que tenían los talleres era el intercambio de ideas. Frente a un libro, los puntos de vista podían ser diferentes, y eso es enriquecedor”.
Que la lectura siga viva al terminar el libroEn aquellos talleres encontramos un inicio, organizado desde el sector público y con un objetivo que trasciende el comercial, de los actuales clubes de lectura. Entonces no eran, ni por asomo, tan populares como hoy. Estos encuentros se han multiplicado a través de librerías, editoriales, asociaciones o iniciativas particulares. Las bibliotecas, no obstante, siguen ofertando un buen menú. En las de la ciudad de Barcelona, por ejemplo, hay más de cien clubes para elegir. “Me animó la posibilidad de tener un entorno donde hablar y compartir impresiones sobre un género específico como la literatura fantástica y de ciencia ficción, ya que no tengo muchas personas alrededor a quienes les guste esta temática”, explica Laura. Este curso han leído a Terry Pratchett, Pere Calders o Isabel del Río.
No pocas veces el club de lectura, donde es más habitual verlas a ellas que a ellos, sirve como ancla social. En el caso de Carmela, buscar uno en el que participar fue una de las primeras cosas que hizo al regresar a su ciudad, Vigo. En el que organiza Casa del Libro ha hecho amigas mientras leía a Han Kang, Gabrielle Zevin o Dostoievski: “Me gusta mucho la lectura como algo introspectivo y como un momento para estar con una misma y para desconectar, pero también me flipa convertirlo en un acto comunitario”. El club feminista de La Libre de Barrio, en Leganés, lleva ya varios años funcionando. Noelia, presente desde hace ocho años, tiene claro que ese grupo enriquece su afición a las letras. “Es leer con ojos nuevos. Me pasa un montón que pienso de una manera cuando estoy leyendo y, después de escuchar a las demás, salgo con otras ideas. Ves detalles de estilo en los que no habías caído y se dispara la empatía: a veces un personaje me cae fatal y después de verle con los ojos de otras compañeras lo entiendo y cambio de idea”.
“Dudo de muchas cosas —prosigue—, pero no de que leer en colectivo es una forma de construir vínculos y comunidad. Tenemos edades distintas, desde veinteañeras a jubiladas, personas con distinta formación, más o menos lectoras y con diferentes recorridos. La mayoría no nos conocíamos de antes, pero nos vemos una vez al mes y hemos creado un lugar seguro. Solemos decir que el libro es una excusa para hablar y escuchar, como hacer una terapia colectiva. Y de la excusa de la lectura compartida empiezan luego a tejerse debates que van más allá de la novela y de recomendaciones que surgen en la conversación. En una época donde parece que prima lo digital, aquí seguimos con el cara a cara y el grupo de WhatsApp solo lo usamos para votar la próxima lectura o anotar podcasts, series y artículos que nos recomendamos la tarde que nos vemos”.
Internet, sin embargo, también puede ser escenario de la batalla por la cercanía. Durante la pandemia, Ana comenzó a organizar clubes de lectura online que ahora continúan en su cuenta Plataforma pro Meriendas de Bluesky. Los domingos que toca, hacia las siete de la tarde, las participantes intercambian, mediante hashtags, sus comentarios. “Elijo autoras y autores españoles del siglo XIX y XX que creo que merecen ser leídos y comentados colectivamente en la esfera pública —sostiene—. Autores canónicos que tienen mucho que decirnos como Galdós, Martín Gaite, Marsé, Laforet o Pardo Bazán y otros a los que se ha leído menos en contextos escolares por su condición de exiliados, como Arturo Barea o Elena Fortún. En este sentido, nuestra lectura también es histórica. Reivindico el canon como espacio para reconocernos como ciudadanos con una educación sentimental que se reelabora constantemente y en relación con otros”.
Vega, una de las participantes, tras la sesión sobre Insolación de Pardo Bazán, se expresaba así en la red: “Hoy ha sido de esos ratitos en los que internet va y vuelve a molar”. Para Ana, “crear un espacio común genera otras dinámicas colectivas dentro de unas redes sociales que pueden convertirse en espacios hostiles, jerárquicos y acelerados. Terminamos pensando que hemos hecho algo juntas que ha merecido la pena un domingo por la tarde. Con esa ilusión renovada, y con calma y cariño, se prepara el siguiente”.
Los dolores del mundo dan pie a clubes con enfoques concretos. Pocos se extrañarán de que existan grupos de lectura de ecología política como Milana Bonita. “Lo impulsamos un compañero de Bilbao y yo —cuenta Rocío— porque, aunque nos conocemos en persona y tenemos militancia en común, nos separan muchos kilómetros y queríamos seguir construyendo espacios de reflexión conjunta. Estamos convencidas de que vivimos mejor si pensamos juntas y en común”. El club se define de izquierdas, feminista y antiespecista, y debate, por medio de Telegram y la herramienta de código abierto Jitsi, textos de Richard Seymour, Donna Haraway, Aaron Bastani o Ursula K. Le Guin. “Llevo muchos años en diferentes grupos de lectura —afirma Rocío— y se me hace difícil pensar que terminar un libro equivale a ponerlo en la estantería o devolverlo a la biblioteca sin más. Necesito que la lectura siga viviendo”.